Por: Miguel Núñez Mercado.
Las alegres
canciones de los muchachos, los sonidos de las cacerolas, y el ondear de las
banderas en la calle donde vivo, me
hacen recordar a Giuseppe Tomasi di Lampedusa. No es mi pesimismo crónico que
me lleva a recordar al autor de “El Gatopardo” una tarde de jueves en octubre
de 2019. Es que me parece estar viviendo algún episodio de su novela, donde el
autor retrata una rebelión en los últimos años del Siglo XIX, en Sicilia, donde
un antepasado del escritor tuvo algo que ver.
Hasta la
ventana de mi casa, donde veo a los muchachos cantar por un mundo nuevo que
parece, para ellos, estar a la vuelta de la esquina, llegan sus canciones y se
meten en mis oídos. Pienso en sus esperanzas, en sus ilusiones que les bailan
como un pájaro en el pecho. Simpatizo con ellos y hasta los aplaudo y trato de
seguir el ritmo de sus cánticos. Yo también, en mi juventud, quise
transformarlo todo. Derribar los muros de un mundo viejo y comenzar a construir
los nuevos.
Sin embargo, lo que más me preocupa, es el uso interesado de
algunas palabras. Revolución, por ejemplo. Me asusta, y mucho, tanto frenesí
revolucionario. Como si no hubiéramos aprendido nada. Dejo en claro, que yo no
creo que la sociedad sea de acero inoxidable y no haya que hacer urgentes
cambios. Todos debemos ser –y hemos sido- revolucionarios en algún momento de
la vida. Es una actitud humana, hormonal y personal.
Para mí, más allá de estos acontecimientos, que son
cíclicos, la revolución es algo grande, ocurre a menudo y no tiene que ver sólo
con la política. La verdadera revolución
parte de uno mismo y es tan personal como la masturbación o el sexo. Yo
creo en una revolución, que parta de mí, me haga mejor y que, como
consecuencia, esté ligada el desarrollo humano, al industrial, a la tecnología,
a la educación, a la salud y a las ciencias. Si prosperan vamos a solucionar
muchas cosas y vamos a ahorrarnos palabras y sangre.
También aspiro a un cambio en la cultura y las costumbres.
Para mí, las últimas revoluciones exitosas han sido la Francesa, la Industrial,
Los Beatles, la Sexual, la Espacial, la Antipoesía y el Viagra. La primera nos
dio la democracia; la segunda nos minimizó los esfuerzos; la tercera cambió las
costumbres; la cuarta nos dio plena libertad a nuestro cuerpo; y, la última –la
de la pastilla azul- nos mantiene de pie y enhiestos.
Las demás revoluciones se ha ido en puros saltos y gases.
Ahí quedaron, en despojos, sus millones de muertos y sus libertades
conculcadas. Por eso prefiero ser revolucionario en una revolución más íntima y
personal. Asumo que la revolución –como la caridad- empieza por casa y por uno
mismo.
Pero igual me preocupa, que el aire político se pueble de
amenazas; que se aprovechen de las buenas vibras, las justas exigencias de
justicia y la incorruptibilidad de los
jóvenes. Mi preocupación surge porque no quiero que la revolución lleve a otra
generación de muchachos a la hoguera, y que los conviertan en "carne de
cañón" mientras algunos se aprovechan de ellos. No cuenten conmigo. Yo, ya
tuve más que suficiente y estoy bastante grandecito, para creer en esas
cosas.
Además, por algún resorte de mi conciencia, me imagino a
Fabrizio Corbera, más allá de la novela, mirando, como yo, desde una ventana,
en lo qué pensaba hacer cuando su poder y su orgullo se acabara y una nueva
clase emergentes de burócratas y burgueses, se hiciera cargo de lo que fuera
suyo. No quisiera que la esplendorosa
vida que se despliega frente a mi ventana, con los muchachos, cantando
canciones de un mundo nuevo, terminé como la cita más famosa de la novela de
Lampedusa: "Si queremos que todo siga como está, es necesario que todo
cambie". Para que no cambie nada.
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